Hoy en día sería impensable pensar que un saltador de esquí pudiera ser futbolista profesional. Ni tan siquiera en las menores ligas. La especialización del fútbol ha profesionalizado tanto la preparación física que otros deportes no comparten con el balompié ni planificación ni cargas musculares.
Pero esta historia se sitúa en los años 60 y Bjorn Wirkola, su protagonista, era joven, rico... y famoso. Solo así se explica que pudiera ser elegido para representar a su país en los Juegos Olímpicos -llevó la bandera de Noruega en los Juegos Olímpicos de Invierno de Grenoble 68- al tiempo que compaginaba su afición por los deportes nórdicos con una aceptable habilidad goleadora.
Campeón del Mundo (de salto de esquí) en 1966, se quedó a apenas 0,6 puntos de conseguir una medalla precisamente en los Juegos Olímpicos del país galo. Sus éxitos no solo se limitaron a torneos olímpicos o mundiales, pues todavía es el único saltador en haber ganado el torneo Cuatro Trampolines durante tres años consecutivos.
Entre 1971 y 1974 jugó con asiduidad en el Rosenborg y se permitió el lujo de ganar Liga y Copa en 1971, al tiempo que se proclamaba máximo goleador del equipo de Trondheim gracias a un remarcable olfato de gol.
Wirkola era conocido en toda Europa y un mito en Noruega, así que su polivalencia terminó por dar pie a un dicho popular en su país que aún sigue vigente: "Jumping after Wirkola" ("Saltando después de Wirkola"), que hace referencia a lo difícil que resulta realizar alguna tarea justo después de alguien que ha rozado la perfección en ella.
Una historia de superación personal y amor por el deporte que es casi imposible que pueda repetirse en el futuro por mucho que otros mitos del deporte se empeñen en probar su suerte en el fútbol. A otra escala, eso sí.